jueves, 18 de diciembre de 2014

Los nuevos ricos y el mercado de la falsificación de marcas

En la vidriera de Dolce & Gabanna hay carteras pequeñas, de piel, a 800 euros. A unos metros, en la vereda, un marroquí vende unas idénticas por 15. Como las carteritas de dentro y las de fuera tienen el mismo color, el mismo diseño y el mismo logo, por la tarde llega la policía. En un mundo sensato meterían preso al vendedor que no tiene escrúpulos. En este mundo, en cambio, se llevan esposado al marroquí, por molestar a los nuevos ricos con una realidad escandalosa: el verdadero precio de las carteras.

A los millonarios de toda la vida les importa un pito que la gente de a pie, la gente común, compre falsos Rolex y falsos Ray Ban y complementos falsos de Armani. Ellos están en otra nube, viven en el limbo de los que consumen productos imposibles de falsificar. 
No son ellos los que llaman a la policía para que apresen al marroquí que vende carteras. Entonces, ¿quién llama a la policía?

Los nuevos ricos,  ricos sin pedigrí, millonarios de sopetón, gente que no ha tenido una familia poderosa en el pasado ni una educación ricachona desde la cuna. Son, ante todo, ricos asustados de perder la brújula de un estatus que nunca merecieron. El estatus es un galardón de prestigio, casi siempre falso, que se da en todas las clases sociales. 

El mercado de las falsificaciones se dedica a imitar productos llamados "de marca". Esta práctica, que ocurre en todo el mundo gracias a la astucia de los chinos, está dejando al descubierto la paranoia de los nuevos ricos, a los que les cuesta mucho aceptar que haya personas pobres y sin suerte comprando sus mismos juguetes de fantasía.

El nuevo rico adquiere una carterita de 800 euros no porque le guste demasiado el producto en sí mismo, ni porque lo necesite, sino porque la carterita tiene un código común: la marca. Este símbolo indica su valor comercial en el mercado de las cosas. Se trata de un código no secreto, no oculto; un código que entenderá todo el mundo a simple vista. Es como si el producto tuviese el precio grabado a fuego y ellos pudieran así generar la envidia de los imbéciles.

Por una cuestión de reglas internas, los nuevos ricos no pueden decir que compran cosas únicamente por el precio inasequible. Entonces dicen que lo hacen por la calidad. Aseguran que se han comprado una cartera costosísima y de marca porque las costuras son mejores, o porque duran toda la vida. Sin embargo, y también por culpa de las reglas internas, a las cuatro semanas ya no pueden seguir usándola, pues ha aparecido otra mejor, o porque demasiada gente ya los ha visto con la primera.

El mercado de la falsificación es, entonces, el infierno de los superficiales. Lo peor que le puede pasar en la vida a un frívolo es que otro, por mucho menos, pueda ostentar sus mismos códigos de grandeza, y ensayar idénticos pavoneos, aunque sean imitaciones vulgares de los códigos reales, aunque las costuras sean pésimas y se destiñan al segundo lavado.

A los nuevos ricos no les importa realmente la calidad de lo que poseen: sólo les importa la seguridad de saber que nadie más que ellos pueden conseguirlo. Para ellos una "marca" indica la seguridad de la subsistencia, la grieta que los separa de la antigua vida de mortales corrientes. Recordemos que no han sido ricos siempre: son nuevos y torpes en el malabarismo de la opulencia. Hace no mucho eran envidiosos de los verdaderos ricos, eran resentidos fisgones de la vida de los otros. Por eso ahora se desesperan para no caer otra vez en la miseria.

Por eso cuando se topa con un marroquí que, en la vereda de enfrente, ofrece códigos de estatus a todo el mundo, y a un precio ínfimo y posible, el nuevo rico se siente estafado en su buena fe.

—Yo quiero que me estafe Dolce & Gabbanna —pareciera decir—, yo quiero que una cartera de mierda me cueste muchísimo dinero, necesito demostrar que puedo despilfarrar y alardear y pavonearme, pero no soporto que me estafen otros. Prefiero que me quiten el dinero, que me sobra, y no la autoestima, porque de eso tengo poco.

El nuevo rico lo sabe. Sabe que el azar ha provocado su buena racha, y no el esfuerzo. Sabe que la vida puede quitarle todo tan rápido como se lo ha dado. El nuevo rico necesita desmarcarse de la gente corriente. Porque el estatus —parecen decir los nuevos ricos— es poder elegir quién puede estafarte y quién no.

Parecen decir esto, pero en realidad dicen otra cosa. Lo que dicen es que hay que acabar con el mercado de la falsificación porque involucra la explotación de los chinos, pobrecitos, que están encerrados en los barcos y trabajan por un plato de arroz; dicen que el mercado negro es nefasto porque obliga a trabajar a los niños filipinos y eso a ellos (a los ricos) los hace llorar; dicen que las mafias de las marcas falsas acabarán un día con la bendición del libre comercio. Eso es lo que dicen cuando llaman a la policía desde sus teléfonos móviles, escondidos detrás de un árbol:

—¿Señor policía? Venga rápido a la esquina en la que estoy, puesto que hay un delincuente con una manta, en la calle, ofreciendo a la población cosas inútiles a precios razonables. ¡Apúrese, oficial, que hay muchos pobres a punto de convertirse en ricos falsos!

1 comentario:

  1. Gran artículo. Me encanta la parte en la que explica la hipocresía de las denuncias. Pobrecitos, si lo hacemos por ellos. Es por lo niños chinos o filipinos que lo pasan fatal. Pues exactamente igual de mal que los niños que trabajan para Nike o Ralph Lauren, y ninguno de esos fariseos les hace boicot a esas marcas. Por supuesto, ni se les pasa por la cabeza denunciarlos. Muy al contrario, pasean orgullosos camisas con un logo de un caballito en el pecho para que todos sepamos que se han gastado cien euros en una camisa.
    En otro orden de cosas, creo que en Sobre el gusto de Bourdieu leí algo que tiene que ver con lo que explica este artículo acerca del gusto por las marcas. Cuando habla del gusto popular, dice que es un gusto utilitario, que a los pobres nos gustan las cosas que sirven para algo. Y que si se compramos algo caro y aparentemente inútil, queremos que se vea bien claro que nos hemos gastado gastado ese dinero. Es decir, que es un gusto ostentoso. Le damos una utilidad a esa prenda convirtiéndola en un símbolo de estatus.
    Y que quede claro que Bourdieu en ningún momento está criticando a los pobres y ensalzando a los ricos, Se limita a constatar este fenómeno que reporta pingües beneficios a marcas que se lucran de nuestra estupidez.

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